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Paisaje, 1993
Ficha técnica
Si tuviéramos que escribir la historia de la influencia de Matisse en la pintura moderna española, el primer lugar lo ocuparía obviamente el vasco Francisco Iturrino, compañero de viajes del francés a Sevilla y Marruecos durante la primera década del siglo pasado y con el que seguiría en contacto toda la vida. Luego vendrían algunos casos aislados, entre ellos el de un abstracto de la escuela de Nueva York como el granadino José Guerrero. Más tarde, de 1980 en adelante, cuando cundió la vuelta a la pintura, habría que hablar de dos españoles que pertenecieron a la escudería de una sala madrileña, crucial y desaparecida; me refiero naturalmente a Buades. Dos españoles obsesionados, cada cual a su manera, por el padre del fauvismo: el sevillano Manolo Quejido y Juan Navarro Baldeweg. Más lateralmente, está el caso de un gran amigo del pintor que nos ocupa: Carlos Alcolea y su Matisse de día, Matisse de noche (1977), cuadro que está en el Reina Sofía. En alguno de sus textos, Navarro Baldeweg ha reivindicado explícitamente el ejemplo del maestro francés, que hizo suyo aquel verso inmortal de su compatriota Charles Baudelaire: «Luxe, calme et volupté». Matisse supo hacer una pintura gozosa, jubilosa, y celebrar, mediante ella, el mundo. Algo parecido le sucede al pintor que nos ocupa. Cuando concursó para el Palacio de Congresos de Salamanca, uno de sus edificios más emblemáticos, Navarro Baldeweg lo hizo bajo el lema explícitamente matissiano Gran interior amarillo. También como gran interior amarillo debe ser contemplado su todavía inconcluso Centro Cultural de Benidorm, cuya magnífica maqueta parcial, de 1999, donó al IVAM con motivo de su retrospectiva de aquel año en una ciudad que con anterioridad había defendido Luis Adelantado. «En el arte —le ha declarado el pintor-arquitecto a Iván López Munuera— se habita. Henri Matisse, por ejemplo, fue arquitecto en la última etapa de su vida al ornamentar los espacios donde vivía, al hacer suyos esos espacios mediante recortes de papeles de colores que distribuía por las habitaciones».
Además de a ese faro que ha sido siempre para él Matisse, los paisajes que ha pintado Navarro Baldeweg remiten a dos regiones españolas: su Cantabria natal, donde construyó para su hermano la famosa Casa de la Lluvia (proyecto de 1982) en Liérganes, y su Levante adoptivo, donde tiene una casa con estudio anejo en la localidad alicantina de Xaló (Jalón).
En el presente Paisaje, limpio y luminoso, Navarro Baldeweg practica una figuración esquemática, geometrizante, a propósito de la cual cabe recordar el curiosísimo título de uno de sus cuadritos de 1991: Paisaje del aire cuadrado. Título que nos trae a la memoria aquel Horizon carré (‘Horizonte cuadrado’) publicado en el París de 1917 por el chileno Vicente Huidobro, el creacionista que proponía «crear un poema como la naturaleza crea un árbol». Geometría, aquí, cuadradismo de los campos arados y, precisamente, de los árboles frutales. Nos llama además la atención el modo que tiene el pintor de evocar la lluvia, que es la chuva oblíqua pessoana, pero que también nos remite a Hokusai y a otros maestros japoneses, tan admirados por él y también por uno de los dos comisarios de la citada retrospectiva del IVAM, su gran cómplice Ángel González García, otro alicantino adoptivo. El gran historiador del arte prematuramente desaparecido encontraba, y lo dice en su magnífico texto en ese catálogo, que «en realidad, toda esta región de la Marina Alta tiene un aire chinesco, que en febrero, cuando florecen los almendros, tira de pronto a japonizante».
De ese año es otro Paisaje de espíritu similar y de mayores dimensiones (dos metros de alto por cuatro de ancho) que pudo contemplarse en el IVAM. Además de la tierra y la lluvia, en él el espectador ha de fijarse abajo, más o menos a mitad de distancia entre los dos extremos del cuadro, en la diminuta y esquemática silueta en rojo de un caminante con sombrero, hermano de aquel que, armado con un paraguas de ese color, se enfrenta a la terribilidad de La tormenta en el cuadro de este autor así titulado, de 1986. A pocos pintores de nuestros días les fascina tanto el espectáculo de la naturaleza como a Navarro Baldeweg, en cuya producción la lluvia hace su aparición ya en 1980, mientras que en el desarrollo de su obra a lo largo de las décadas posteriores encontramos muchas referencias a otros fenómenos meteorológicos. Por ejemplo, al viento, por él representado en alguna ocasión mediante una espiral, algo que casi podría remitirnos al universo escultórico del canario Martín Chirino y que también nos recuerda a sus propios Vencejos (1981, Colección BBVA), girando y girando en Castilla.
El norteamericano William Curtis, gran crítico de arquitectura doblado de pintor abstracto, definió en fórmula definitiva a Navarro Baldeweg como «el ojo que recuerda». Que recuerda arquitecturas, cuadros, versos, pero también paisajes, lluvias, planos de agua, pájaros…