Pintor, escultor y fotógrafo formado en Múnich y Düsseldorf, Günther Förg ha sido, hasta su desaparición cuando todavía se podía esperar mucho de él, una de las figuras más atractivas y singulares de la escena alemana. En su arte se combinan de forma personalísima su interés por dos campos que nadie más concilia: la gran tradición abstracta americana y los nuevos desarrollos de la fotografía. Si en el primer ámbito se fijó —como su amigo Blinky Palermo— tanto en Rothko, Barnett Newman y demás maestros de lo sublime como en los minimalistas con sus propuestas glaciales, en el segundo conectó con las preocupaciones de los Becher, en el marco de lo que hoy se conoce como la escuela de Düsseldorf, a la que perteneció otro fotógrafo presente en la colección como es Axel Hütte. Ya en 1986, Augustine & Hodes, en una reseña publicada en el New York Times sobre una exposición colectiva alemana tripartita (los Becher, Förg y Reinhard Mucha) en Luhring, consideraba al entonces treintañero, que presentaba una instalación fotográfica, como alguien que hacía una apuesta arriesgada, pero interesante, al combinar las influencias de los Becher y de Palermo.

Esta obra de 1987 —tres tablas rectangulares superpuestas, la de arriba azul, la de en medio ocre y la de abajo negra— compositivamente tiene mucho que ver con Palermo y es muy característica del modo que tuvo Förg, muy desde el comienzo, de asimilar de forma heterodoxa la herencia en la cual se reconoce. El crítico de arte y museógrafo holandés Rudi Fuchs, que siguió muy de cerca su trabajo, considera que el alemán utilizó «estrategias lacónicas» para conseguir el milagro de encontrar, recorriendo senderos trillados, un modo nuevo y sustancialmente intuitivo —en Förg hay poca teoría, pocas palabras, aunque siempre haya estado pendiente de la palabra de los poetas— de proseguir con la pintura, de devolverle vigencia, de apoyarse en el pasado de la disciplina para navegar hacia su futuro. La misma idea la han expresado muchos de quienes se han acercado a su trayectoria, admirados de que, a partir de faros que parecían haberlo dicho todo en ese campo, Förg fuera capaz de expresar su propia personalidad poliédrica y, a la postre, de darle continuidad a la idea misma de pintura, tan maltrecha en tiempos de pujanza de lo conceptual como los que hemos conocido durante estas últimas décadas. Este cuadro nos permite entender que, en manos de Förg, el posminimalismo se convierte no en algo glacial, sino todo lo contrario: algo cálido y expresivo.