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Drei Formen, 1/3, 1/8, 1/16, 1996
Ficha técnica
Uno de los grandes cuadros de su autor. Grande por su tamaño y grande por su trascendencia. Pese a no ser tan conocido internacionalmente como merece, con Helmut Federle, suizo residente en Viena, estamos ante uno de los mejores pintores de lo sublime de la escena actual, uno de los pocos que soporta la comparación con los maestros de los cuales se reclama discípulo, y entre otros con Rothko; evidentemente, mencionar a Rothko siempre tiene su riesgo porque es mencionar palabras mayores. En España se conservan otros dos cuadros de Federle, también admirables,
pertenecientes a este mismo ciclo de cuadros monumentales: uno, el sombrío Panthera Nigra (1997), perteneciente a la colección del IVAM, y otro, Drei Formen, 1/4, 1/8, 1/16 (1996), a la del Reina Sofía, hermano, desde su propio título, del que nos ocupa.
Dado que la geometría y lo constructivo han sido invariantes en la escena artística suiza del siglo XX, podría haber sido lógico intentar contemplar a Federle como un heredero de los clásicos de esa corriente, aquellos que dio a conocer al público español Patricia Molins con la colectiva «Suiza constructiva» (2003), presentada en el Reina Sofía con motivo del desembarco helvético en Arco. Sin embargo, el propio pintor, ciudadano adoptivo de Viena, se ha encargado de repetir una y otra vez, en ocasiones con cierta vehemencia, que no se siente especialmente identificado con esa tradición de su país natal. Ha considerado siempre el arte de Max Bill, Richard Paul Lohse y el resto de los geómetras suizos un arte demasiado formalista y, pese al respeto que siente por Sol LeWitt o a Donald Judd, lo mismo le sucede, en el ámbito norteamericano, con parte de la herencia minimalista. Federle estaría en cambio de acuerdo con la célebre definición rothkiana del arte como «expresión de emociones humanas básicas» y, entre los artistas de esa onda, se siente especialmente identificado con Agnes Martin, en cuyo trabajo hay una importante carga espiritual. Es evidente, por lo demás, que en el trabajo del propio Federle hay muchashuellas del mundo en torno: los Alpes, la verticalidad y ortogonalidad de Manhattan, Nuevo México, las ruinas incaicas de Tiahuanaco, Ulan Bator…
Dos han sido las exposiciones que hasta la fecha ha celebrado Federle en España. Ambas las ha comisariado el firmante de estas líneas y ambas han tenido lugar en València. La primera en el IVAM en 1998 —en ella pudo contemplarse por vez primera en nuestro país el cuadro que nos ocupa y también los otros dos a los que acabo de hacer referencia— y la segunda en la Fundación Bancaja en 2012. La primera, una retrospectiva canónica, puso el acento en los lienzos monumentales, que lucían inmejorablemente en la gran sala de la planta baja de la pinacoteca de la Generalitat Valenciana. La segunda, con el título «Helmut Federle esencial», incluía en su catálogo un exhaustivo diccionario y proponía algunos hitos de la obra, al igual que la retrospectiva celebrada en 1999 en la Kunsthaus de Bregenz, que iluminaba la trastienda de esta poniendo el foco sobre los múltiples intereses (artísticos, literarios, musicales, espirituales) de este pintor excepcionalmente dotado, excepcionalmente inteligente y lúcido, e intransigente ante no pocas cosas que le disgustan en el actual planeta del arte, así como en su colección de obras de otros artistas o de civilizaciones extraeuropeas o de los universos —que tanto le interesan— de la teosofía y del textil tradicional norteamericano. Por supuesto, en la segunda de esas exposiciones valencianas también figuró el cuadro que nos ocupa.
Cuadro este en verdad monumental, con presencia de mural, no elocuente, intemporal, pintado con el inconfundible estilo de su autor, en el que tanto protagonismo tienen las tres formas geométricas aludidas en el título como el cromatismo sordo y la factura expresionista, pero contenida. Cuadro que nos emociona como pocos y que al firmante de estas líneas le produjo un sentimiento de amor a primera vista cuando lo descubrió, en 1996, en el pabellón suizo de la Bienal de Venecia, íntegramente dedicado al pintor. La obra, una isla de belleza y pureza en aquella edición del certamen artístico más frecuentado del mundo, fue adquirido por la Fundación Bancaja cuando estaba en manos de Peter Blum, compatriota del pintor y uno de los grandes galeristas de Nueva York, además de un gran editor de libros de bibliofilia.