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Mojácar, 1969
Ficha técnica
Las obras más características de Hernández Mompó son precisamente las que elabora cuando ya ha definido las claves de su poética personal, en plena y radical evolución desde la figuración inicial (paisajes y escenas urbanas) hasta la abstracción definitiva y consumada. En la década de los sesenta se halla ya perfectamente consolidado su lenguaje pictórico, fácil de reconocer, inconfundible en su factura, vivaz en la creación de espacios habitados por signos y libre en la sistemática disolución de las formas entre las claridades de las equilibradas escenografías semióticas resultantes.
Justamente la impresionante Composición mural (460 × 3000 cm) —acrílico sobre madera— expuesta en el hall de la Fundación, datada en 1969, fue realizada con destino al Hotel Mojácar (Almería). De ahí la referencia a Mojácar en su título, haciendo justicia al origen de la envolvente pieza. La experiencia estética del espectador de sentirse rodeado por un mundo de sorprendentes y cabalísticos signos plásticos, flotantes en medio de una luz blanquecina de clara reminiscencia mediterránea, solo puede llevarse a cabo frente a esta obra mural.
Hay que reconocer que una de las estrategias de revisión más radical del tratamiento de la luz en la escuela valenciana de pintura, como reacción superadora ante la implantada herencia de los paisajes sorollistas, ha sido precisamente la que supo poner en marcha Mompó por medio de sus personales códigos de representación plástica. Son característicos, en sus obras, esos matizados predominios del blanco dialogando con tonos intensamente luminosos, que alterna con gamas de grises, entre salpicados núcleos de discretos colores que rodean su repertorio de reducidas formas o bien se encarnan directamente en ellas.
Los cuadros de Hernández Mompó siempre asumen la tarea de hacer, de alguna manera, representables las sensaciones cotidianas vividas en los espacios públicos de sus pueblos imaginarios. Su tránsito de la figuración a la abstracción fue puesto en práctica gracias a una evidente metodología sustractivo-reductiva que definió como exclusivamente suya. Había que ir eliminando elementos no imprescindibles de tales escenas hasta lograr reducirlas a su mínima expresión, intentando dar forma, incluso, a las palabras y los gestos, a las conversaciones y hasta a las miradas de los transeúntes.
Ahí radica la sorprendente coherencia de su composición mural. Los gestos dibujados, los trazos de un recorrido, la sonoridad de los juegos de los niños, las huellas de los paseantes o las presencias observadoras que ocupan las ventanas de edificios invisibles son radiografiados, entre luces y sombras, sobre la memoria dibujada, convertida en tema de percepción pictórica. Esa es la mejor estrategia diferenciadora para registrar exitosamente la autoría de un mundo iconográfico propio e irrepetible. De hecho, acaparando los espacios blancos de una plaza, los grises de las callejuelas del barrio o los contrastes de las avenidas de un imaginario jardín, los pinceles de Hernández Mompó han dejado caer en Mojácar —ese histórico reducto de artistas y eremitas—, junto al mar mediterráneo, las mejores claves de un universo de fantasía plástica. Allí están unos reflejos de irisadas luces habitados por un extremado repertorio de formas mínimas, repartidas cuidadosamente sobre los espacios pictóricos de su obra. Una iconografía única.
Sin duda, en los fondos de la trayectoria artística de Hernández Mompó, esta pieza ocupa un relevante puesto no solo como obra autónoma, sino también como paradigma de su personal universo abstracto.