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Paisaje con figuras sentadas, 1964
Ficha técnica
Este paisaje de Pedro de Valencia, seudónimo con el que firmaba sus obras Pedro Sánchez García (València, 1902-1971), es sin duda un cuadro conocido y destacado en el conjunto de su producción artística de posguerra. De hecho, en esa época abundan precisamente los paisajes, quizá a la inversa de lo que sucede en su repertorio pictórico de preguerra, en el cual priman más bien el tratamiento de la figura humana y el abordaje de las escenas cotidianas.
La originalidad compositiva que supone la colocación del horizonte en un punto elevado exige, en consecuencia, que la realización del conjunto narrativo de la obra se lleve a cabo desde cotas más bajas. Queda ubicado así el observador de la escena en pleno valle, lo cual confiere al resultado visual obtenido una fuerza estética sumamente expresiva y elegantemente ejecutada, sin recurrir a forzamiento alguno en la aplicación del contrapicado correspondiente.
De hecho, la escena entera de la representación viene a converger en las dos destacadas figuras masculinas que centran la composición —sentadas juntas, de espaldas en lo alto de la cumbre— mientras contemplan el horizonte y dialogan amigablemente entre sí, ignorando por completo la presencia activa del pintor, que los registra, marcadamente, contra el cielo.
Si analizamos la ejecución pictórica de la obra, y atendiendo al equilibrado conjunto de la escena, es fácil destacar su cuidada factura. Por una parte, descubrimos los estudiados celajes, sembrados de nubes y controlada luz que sobre ellas se refleja y destaca, por medio de la azulada franja superior, transformada en línea de horizonte. Luego ya, las montañas lo ocupan prácticamente todo: el camino zigzagueante que conduce a la cumbre, los detalles numerosos que describen y encarnan rocas, hierbas, contrastes de niveles y sombras transitorias de otras nubes, ausentes en la escena, pero que en ella, no obstante, influyen de manera directa.
Formalmente, la obra está, como ya se ha indicado, perfectamente estudiada en su ejecución pictórica. Hasta los colores bien entonados denotan, en su correspondiente resolución, la presencia de la materia pictórica incorporada con generosidad controlada. Pedro de Valencia consigue cotas que atestiguan su connatural dominio de la pintura y también una sólida plasticidad que obedece directamente al recurso estructural implantado en la singular escenografía de esta pieza.
Nunca abandonó la figuración, pero, sensible a sus propias búsquedas y deseos experimentales de articular una dicción pictórica propia, sí que supo ponderar los recursos disponibles atendiendo a las soluciones compositivas, matéricas, formales y cromáticas incorporadas a su quehacer durante décadas, desde los intensos años treinta, tan productivos estéticamente en experiencias y recuerdos creativos.
Paisaje con figuras sentadas potencia una iconografía tocada de fuerte sensibilidad. La del personaje o los personajes mirando el horizonte, contemplando la belleza, la sublimidad o la tragedia. Una fórmula iconográfica muy trabajada en el romanticismo, pero también en otros contextos históricos. Pedro de Valencia manifiesta un mundo interior expresivo y un canto a la amistad, pero también, con sus figuras de espaldas —a las que más de una vez recurrió en determinados paisajes—, hace hincapié en los secretos y enigmas de la individualidad humana. No en vano, como alguna vez se ha dicho, muchas de sus obras no son sino un canto al sentimiento, una manifestación de secreta y controlada emotividad.
Diálogos cruzados entre la figura humana y el paisaje; la naturaleza enriquecida por la expresiva presencia de lo humano, compartiendo ambos protagonismo. Tales podrían ser, resumidamente, las claves básicas de la lectura de esta obra, ribeteada de sensibilidad, por esa intensa capacidad escenográfica de representar la posible coexistencia entre lo humano y el medio ambiente. Algo tan sencillo y, a la vez, tan enigmáticamente difícil.